“El castigo del embustero es no ser creído, aun cuando diga la verdad”.
ARISTÓTELES. 384 a. C. – 322 a. C. Filósofo griego.
COMENTARIO:
La verdad es un concepto nada fácil de definir, y cualquier alumno de filosofía de bachillerato sabe de esas dificultades y de que con respecto al conocimiento hay muchos tipos de verdad; y así, según nos movamos en un ámbito formal o empírico, podemos distinguir la verdad como conformidad de lo que se dice con respecto a lo que se siente o se piensa, en el primer caso, o la conformidad de las cosas con el concepto que de ellas forma la mente, en el segundo. El escepticismo y el relativismo, sin embargo, nos han mostrado a lo largo de la historia del pensamiento que la verdad, desde el punto de vista del conocer, es, como poco, problemática, y el error, como se ha mantenido por algunos filósofos, forma parte del camino de la búsqueda de verdades y, por supuesto, no tiene ningún calificativo moral.
Pero no es el error, como contrapunto de la verdad en el ámbito del conocimiento, a lo que se refiere Aristóteles, sino a la mentira, que es el otro contrapunto de la verdad, pero éste considerado desde el punto de vista de la ética.
La diferencia estriba en que el primero se produce de forma involuntaria, como un tropiezo no querido, que ocurre en la senda de esa búsqueda de certezas que forma parte de la existencia del hombre, de su curiosidad por todo aquello que le llama la atención y no puede explicar o comprender. La segunda, sin embargo, es algo intencionado, pertenece al ámbito de la ética, y se origina cuando alguien trata de engañar deliberadamente con sus afirmaciones. Cuando, además, este modo de proceder embustero y mendaz se produce de forma reiterada, siembra en los demás el convencimiento de que el autor de tales aserciones es poco de fiar, con el consiguiente descrédito de su persona y de lo que manifiesta, y con el perjuicio que conlleva el que en algún momento pueda decir verdad, ya que no será creído.
Cuando éramos niños nos contaban con frecuencia una fábula de Esopo, “El pastor y el lobo”, en la que se narraba como un pastor que estaba guardando su rebaño, pensó que sería divertido convocar a los vecinos diciendo que los lobos atacaban el rebaño. ¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo!, gritaba. Cuando los vecinos llegaban a toda prisa para defender el rebaño, el pastor se reía de ellos. La broma se repitió varias veces y los campesinos, una y otra vez, comprobaron cómo el pastor se mofaba de ellos, y que acudían inútilmente a salvar el rebaño.
Un día, el lobo vino realmente y el pastor gritó con todas sus fuerzas: ¡Qué viene el lobo! ¡Que viene el lobo! Pero la gente del pueblo estaba tan acostumbrada a sus mentiras, que no acudió a la llamada desesperada del pastor, y el lobo, sin encontrar resistencia, pudo comerse tranquilamente todas las ovejas.
Antes parece ser que bastaba con la palabra o con un apretón de manos para sellar tratos entre las personas, y faltar a ella implicaba el descrédito, la humillación y el deshonor para aquellos que osaran faltar a tan sagrado acuerdo; hoy parece que ni todas las firmas, fórmulas, normas y papeles impiden el que se falte de manera reiterada y alegre a los pactos y tratados que deben formar parte de una convivencia pacífica y confiada entre individuos o comunidades, que por su propio bienestar no pueden estar continuamente sospechando de los otros, en un recíproco estado de incertidumbre.
Si aplicamos esta fábula a la actividad política actual, el no cumplir las promesas electorales, o cualquier otra, de forma reiterada, implica la desconfianza hacia esa actividad y hacia los que la ponen en entredicho con esa forma de proceder, y alimenta un recelo hacia la clases política que, por desgracia, crece como la mala hierba, y siembra en la ciudadanía la sospecha de la incredulidad y de la suspicacia para aquellos que deberían ser objeto de todo lo contrario, puesto que en ellos se ha depositado, precisamente, el crédito y la salvaguardia de los intereses comunes.
Por Joaquín Paredes Solís