“Un filósofo es un tipo que sube a una cumbre en busca del sol; encuentra niebla, desciende y explica el magnífico espectáculo que ha visto.”.
COMENTARIO:
Novelista, dramaturgo, ensayista y espía, un currículum bastante entretenido para la época, William Somerset Maugham fue considerado en los años 30 del siglo XX como el escritor más rico y con más éxito del momento.
Su padre fue un abogado que se ocupaba de los asuntos legales de la embajada británica en París, donde William nace en 1874, y aunque su formación no fue específicamente filosófica, durante un año estudió literatura, filosofía y alemán en la Universidad de Heidelberg, la más antigua del país germano.
Puede que caminando por el “paseo de los filósofos” de esta ciudad alemana, por la orilla del río Neckar, o desde su imponente castillo, entre brumas, se le ocurriera esta observación sobre los filósofos, que puede interpretarse, en una primera lectura, como un menosprecio hacia su actividad, equiparada a la de un buscador de esencias ajeno a la realidad, o a la de un charlatán que, al no encontrar lo que busca, inventa todo un mundo de fantasía, de ideas, o simplemente tergiversa lo real o lo adapta a sus propios deseos o creencias. La historia de la filosofía no es ajena a este tipo de elucubraciones y espejismos de las mentes que, en lugar de poner empeño en escudriñar y desentrañar lo real, inventaron otros mundos y los habitaron con sus propios deseos y apetencias intelectuales, morales o religiosas.
El sol, en clara referencia que evoca a la idea de Bien platónica, situada en la cúspide de su mundo inteligible, jerarquizado, perfecto e inmutable, es el objeto perseguido por ese buscador de esencias. Al Sol platónico lo sustituyó el Dios cristiano, con sus mismas o parecidas características, otro concepto que durante muchos siglos fue el único referente del pensamiento, mutilando su naturaleza y su esencia dinámica y curiosa y llevando a la civilización occidental al nihilismo, a despojar al hombre de sus atributos mejores y más humanos para situarlos en otro mundo, como puso de manifiesto la crítica de Nietzsche a este modo de entender y explicar el ser.
Podemos, sin embargo, hacer otra lectura, menos idealista y más cercana a lo que entiendo que significa la búsqueda del saber, del conocimiento, de la verdad que anhelamos, aunque no siempre coincida con nuestros deseos, con nuestras aspiraciones o con nuestros proyectos o hipótesis. En este sentido, el que busca, halla, pero no siempre gusta el hallazgo, o no se corresponde con nuestros deseos, intereses, creencias o ilusiones.
Por eso, a veces, cuando subimos a la cumbre en busca del sol, encontramos otro paisaje, lleno de nieblas, de oscuridad o de tormenta, lo que también constituye un espectáculo magnífico y digno de ser contando, aunque no coincida con nuestras expectativas; y nuestro deber es narrar, contar lo que hemos visto, aunque no hayamos encontrado lo que nuestros deseos o nuestra mente buscaban. Porque el espectáculo al que nos lleva la indagación que descubre lo real siempre es digno de ser contado, y su verdad es la base que va cimentando el edificio del conocimiento racional y científico, riguroso y sistemático, y la confianza que genera en la comunidad este modo de proceder, ya que tiene que seguir buscando e indagando recogiendo y tomando las afirmaciones anteriores como punto de partida para nuevas preguntas y nuevas investigaciones, en un proceso que, de momento, se nos antoja infinito.
La filosofía, como precedente de la ciencia y como disciplina que debe su naturaleza y su fuerza a lenguajes creativos, rigurosos y sistemáticos, debe ser coherente con ese rigor y garantizar también la verdad o la realidad de los hallazgos, trabajando en su comprensión y en su sentido. El papel de la filosofía, además, debe ser el de protectora y vigilante de ese rigor lógico, epistemológico y ético en la investigación científica que, hoy por hoy, es la que aporta el mayor número de datos e información para la reflexión y para el conocimiento y la comprensión de lo real.
Por Joaquín Paredes Solís